viernes, junio 30, 2006

Comentario de Eduardo Milán sobre Zoom


Hay más pero tres son los planos evidentes: el deseo, la cita –con el texto, con el objeto del deseo- y el juego. Funcionan como apoyaturas para que Plascencia Ñol despliegue una escritura de dicción fuertemente coloquializada y de igual presencia autoindagante. Aunque con el siguiente reparo: es un coloquio interferido secretamente por un escamoteo. La escritura se vuelve un coloquialismo de fragmento. Algo se narra, hay un asunto que transcurre paralelamente al poema que, a su vez, a modo de pez, trascurre paralelamente al continuum de la poesía –el otro cuerpo del deseo, con el que también se juega-: el montaje es como por capas y se trata con estratos de superficie eróticamente trabadas por un significante atento y no, también distraído, que se niega al contacto. Por primera vez veo en la poesía mexicana a la elipsis practicada sobre el habla que se habla en la calle o en la alcoba al alba. El poder del juego significante –algún poder se descubre, finalmente, en la poesía de ahora que ya no es el lamento de la mala yerba de ayer, para resignificar, de otra vez y por todas, que el Poder no tiene todo el poder: alegría- no permite que la anécdota triunfe sobre la palabra. Plascencia Ñol abre las cuatro puertas del poema y una corriente de aire fresco entra en la poesía mexicana.


Comentario de Julio Trujillo sobre Zoom

Como si no pasara nada. He aquí el talante de este libro que parece escrito por alguien sentado en un equipal, en cualquier lugar del mundo (o en muchos, que no es lo mismo), con un cuaderno de notas en una mano y una lente poderosa, un telefoto, en la otra. ¿Qué es lo que el poeta observa con fruición? En realidad, nada, porque todo importa y entonces cómo discriminar. Todo, la traslación del planeta que se atestigua en los detalles, en las pequeñas postales. El poeta es siempre un extranjero, el que observa desde los márgenes y dispara: el resultado es una minúscula apropiación de esa nada, pero nueva, recién nacida y personalísima. O un polizón, alguien que sabe que no pertenece y que no pagó su peaje, un descentrado cuya mirada se agudiza desde la invisibilidad. Zoom in: la instantánea está lista. Es grato descubrir que polizón también significa “individuo ocioso y sin destino”, definición que debería ser buena también para el poeta, que es un olfato puro entre los continentes del olor.
Ahora bien, la peculiaridad del viajero furtivo que firma este libro es la obsesa, amorosa interlocución con la destinataria de sus postales, la flaca. ¿Acaso al congelar estos fragmentos de mundo el poeta pretende poseerla a ella, salvarla de la muerte? ¿No será el zoom una herramienta de espionaje de quien ama? Lo cierto es que el discurso tiene una bien definida dirección que es una devoción: tú, mi flaca, verdadero objetivo de mi lente. Por eso la luz y la ambientación de los poemas adquieren tanta relevancia: los ha trabajado el poseso, los dicta un norte imantado, son ofrendas.
Escrito a manera de encuadre, como si el poema fuera el contorno de algo más, indecible, Zoom es la aguda bitácora de una errancia y, al mismo tiempo, una conversación fascinada, casi obcecada por la silueta que sus frases dibujan, ahí, tendida en la cama, como si no pasara nada.


Comentario de Eduardo Chirinos sobre Zoom

LOS MIL OJOS QUE HAY ENTRE TÚ Y EL MUNDO
Busco en el diccionario la palabra zoom. La encuentro después de la palabra zoológico, como si esperaran juntas la explicación que justifique tan arbitraria cercanía. Leo: “objetivo fotográfico que permite el cambio de planos mediante una distancia focal variable”. Estoy a punto de conceder que las correspondencias no florecen en estos territorios cuando asoman, casi sin que lo advierta, estos versos de Tablada: “mi corazón en miniatura / es como el Arca de Noé”. Si transcribo aquí estos versos no es porque sugieren las magias del diccionario (que las hay), sino porque reclaman una manera de mirar que reduce o amplifica las cosas para conocerlas mejor. Lo que alguna vez escribió Benjamin sobre la fotografía vale también para la mirada poética: se ha convertido en una creación colectiva tan poderosa que para asimilar las cosas del mundo no ha tenido más remedio que reducirlas. Pero esa manera de mirar ya había sido practicada por un fraile manchego a quien Menéndez y Pelayo consideró con justicia poeta mexicano; me refiero a Bernardo de Balbuena, quien hace cuatrocientos años cifró en una sola estrofa la grandeza mexicana para luego amplificarla en su maravillosa dimensión. Su lente hizo con nuestro ojo lo que siglos más tarde haría la navaja de Buñuel: despertarlo de los sueños de la costumbre para hundirlo sin piedad en los sueños de la pasión.
Tablada, Balbuena, Buñuel... la genealogía del zoom (o zum, como quiere la Academia) tiene en este libro de León Plascencia Ñol una continuación ejemplar y heterodoxa. Su título anuncia un renovado modo de ver cuya modalidad proviene de la fotografía y del cine. No estamos aquí ante una reproducción desaforada de imágenes, ni ante un ojo que se solaza en sus hallazgos: sin olvidar que ver es una manera (tal vez la más justa y más difícil) de respirar, estos poemas nos sitúan en un decir donde el silencio amenaza cada significante hasta el punto de hacerle declarar la fragilidad de los significados y la belleza de su pérdida. Bueno es advertir que esta fragilidad y esta pérdida no se resuelven en una escritura resignada y escéptica; su escritura declara en voz baja su voluntad de “remar en el ritmo” y convertir en argumento aquello que mira y aquello que mira mirar. Como en Tablada, las miniaturas de estos poemas constituyen un jeroglífico que se revela a medida que nos acercamos (o alejamos) de sus dominios; como en el discurso cifrado de Balbuena, cada verso encierra un potencial narrativo que a cada lector le corresponde edificar. Como la navaja de Buñuel, el foco de este zoom se detiene en “la flaca” (esta maravillosa Beatriz despojada de toda beatitud) para cortar el ojo de un caimán adormilado donde hay cuatro caballos, una parvada de gallaretas, una nube accidentada de Zimbabwe, un árbol “que se parecía a Giacometti”, el toro de Osborne que “aparece cuando menos se le espera”.
Juego infinito de ojos-espejo que nos hunde en la noche que “retrocede o alarga” en nuestra propia pupila. En cualquiera de los mil ojos que hay entre tú y el mundo.
Salamanca, marzo de 2006

En los próximos días Aldus pondrá en circulación Zoom.

Poema

Egito Gonçalves


Versión LPÑ

Un día no estaré. Cuesta
escribir esto. La ciudad me tendrá
perdido, las cosas que llamé mías
estarán dispersas,
algunas vivirán aunque amadas
por quien amé. Pienso en eso cuando sé
que no subiría hoy las escaleras
de Barredo. No siquiera las de Vitória,
parándome a descansar para observar
el paisaje que el río anima, ese que miré
tantas veces sin perder la respiración.
Ni consideraría atravesar el Montemuro
Para un cocido grasoso en Gralheria.
Un día no estaré. Es lo normal.
En mi lugar del café –el mirar
ausente el paisaje- dejaré
algunas cartas, algunos inéditos
en la Compaq (en otro tiempo quedarían
en la gaveta), cosas sin importancia,
o que sólo la tendrían para mí. Estaré
en ningún lugar, seré un retrato
en la pared y no habrá lugar
para cualquier dolor, oh Drummond.

miércoles, junio 28, 2006

The secret of language is the secret of disease

No es sobre el lenguaje o la enfermedad. Hay conversaciones
planeadas en el curso del día y frente al ventanal; algunos
campos amarillos en secreto. Me asustabas, dices. No
hay razón para inventarlo. Los toches
comen presurosos. Es muy elemental
el discurso. Había tardes de fiebre, corpos doientes,
frases abatidas por el viento. Unas cuantas
consideraciones para tu rostro, las palabras o el brillo.
Me pregunto: ¿de cuántas maneras podría abrazarte?
La bugambilia existe. No es el dolor, es el lenguaje
lo que daña. Demasiado elemental. Pensemos en el mar,
dices. Una ola, las gaviotas, ahora el abrazo
y el diálogo que tuvimos sobre Wei. Es claro
lo que existe como una partitura, lenta
la grafía, la extensión del dibujo
en el papel. Me daña, dices, la fuerza. Entonces
tus brazos, los labios mordidos, quizá uno, o tan sólo
el destello del cuerpo hincado son una ráfaga. Soy
la resurrección de la carne, el graznido.

lunes, junio 26, 2006

Es posible que suceda. La rama
que se quiebra, el mirlo asustado,
tus ojos detenidos. No hay mentira
posible. La alfombra azul de flores
eruditas. Las miradas o casi,
no parecen. Me aferro a ti, dijeras
casi en susurro. Es lenguaje,
papel incierto. El mirlo asustado.
Quisiera abrazarte, digo,
pero hay nubes, rastros
de otro tiempo.

Constelaciones

António Ramos Rosa
Nota y versiones de LPÑ

En 1997 o 98 leí por primera vez unos cuantos poemas del portugués Ramos Rosa en una revista mexicana. Quedó el nombre, el brillo de esos versos aparentemente sencillos. Mejor dicho, su fulgor. Retumbaban en mi cabeza junto con la larga entrevista que le había hecho la poeta Clara Janés, si mal no recuerdo. Respuestas inteligentes y punzantes, heridas por la poesía. Volví varias veces a esos poemas, a esas palabras.
En el año 2000, durante mis primeros días en una Lisboa de neblina, lluvia y frío, busqué en la librerías de Chiado los poemas de António Ramos Rosa. Era agradable vagabundear entra pilas de libros mientras afuera crecía el rumor del Tajo. El primer libro que encontré, A imobilidade fulminante, estaba muy cerca de algunos títulos del gran narrador José Cardoso Pires. Compré algunos ejemplares de ambos y salí de ese sitio para seguir caminando por las calles del barrio. Antes de llegar a O Brasileira, el bar en donde se reunía Pessoa con sus heterónimos, entré por azar a una librería más y ahí di con el tomo de casi quinientas hojas de la antología o brevísima selección que había hecho una estudiosa de la obra del poeta. Salí con una bolsa con otros tantos ejemplares y me fui a sentar a la terraza del bar. Pedí un oporto y comencé a hojear lentamente esas páginas mientras esperaba a que llegara un amigo. Ese noche terminamos recorriendo bares de fado y el día nos alcanzó a orillas del río. No vi en esos días lisboetas a Ramos Rosa, el más grande poeta vivo portugués.
Tres años después me encontré con Eduardo Chirinos, el poeta peruano y Jannine, su esposa, en un bar madrileño, iban a Lisboa a encontrarse, si tenían suerte, con el anciano poeta, quien vivía recluido desde hacía tiempo en la Residencia Faria Mantero, en Belém, muy cerca del Monasterio de los Jerónimos, lugar final de Fernando Pessoa. Mis amigos tenían la consigna de pedirle al poeta un libro para traducirlo y publicarlo en mi editorial. No hubo suerte porque Ramos Rosa no quería saber nada de editores mexicanos gracias a uno de ellos: publicó un libro suyo con pésimas traducciones y otras atrocidades que no vale la pena mencionar. Hablamos Chirinos, Jannine, Jorge Curioca y yo de la suerte que tenían los primeros cuando pasaron corriendo dos niños árabes que acababan de robar a alguien. Frente a nosotros hubo una pequeña gresca con cuchillos incluidos. Creo que al día siguiente salieron de viaje mis amigos y luego me enteré por correo de la pequeña aventura.
Chirinos escribió después: “Así, mientras el tren avanzaba por la línea costera, pudimos recomponer con algunos retazos la leyenda de Ramos Rosa: que había decidido recluirse en un sanatorio para huir del mundanal ruido; que no dejaba que nadie, ni siquiera su mujer, lo visitara; que se hacía atender por muchachas jóvenes y hermosas a las que llamaba sus musas; que escribía diariamente nueve o diez poemas maravillosos que mostraba a muy pocas personas y que eran la codicia de los editores. Salvo esto último nada era verdad. O eran verdades a medias, de esas que convienen a la imagen de un poeta que siempre estuvo más allá de la necesidad de inventarse una imagen”.
Los poemas que aparecen a continuación fueron tomados de la Antologia poetica, por lo tanto, en realidad, pertenecen a varios libros. Decidí numerarlos para que en realidad fueran quizá un solo texto. A partir del poema en lengua portuguesa intenté hacer de nuevo una creación que se dejara leer en nuestro idioma. Difícil acercarse al resplandor de los versos de Ramos Rosa. Los aciertos son suyos, los errores míos.


1
Un gesto sin paisaje
sin horizonte sin casa
sin lo otro
no será nunca un gesto
acaso una mascarada
y un grito sofocado
como un río que se pierde
sin sus márgenes


2
Escoge y acepta la minúscula astronomía de un jardín: las múltiples facetas de los insectos, las delicadas antenas con que se orientan. A ras de suelo: un ramo partido, una hormiga, la baba de un caracol. Son fascinantes y meticulosos los vocablos que componen las constelaciones legibles, intactas. Una fábula adormece al sol de las hojas: el jardín es un estremecimiento.


3
No es el momento de afirmar nada. Todo debe permanecer oculto en su pura inanidad (y unanimidad) inabordable. Este respeto absoluto es la condición de un posible brote futuro y es la única mediación de un enigma que se confunde con la propia respiración del constructor.


4
El aire pasa
a t r a v é s d e l a s p a l a b r a s



5
Él escruta entre las piedras y las sombras.
Nada ve. Ignora. Observa.
Qué trazos son éstos,
cuál es el origen de estas nulas palabras?

Él escribe. Mi deseo y el deseo
de hacer habitable el desierto.


6

Escribo para que el silencio recoja lo que no
puedo alcanzar
y la distancia intacta estremezca los pétalos
de una rosa abolida, de una rosa fértil.


7
Quiero ser otro y el otro que en mí veo
siente que soy yo sin saber que soy yo
Escribir es siempre la versión
de un texto que nunca se llega a componer
Pero es igualmente ese rodeo
el que nos hace vacilar entre yo y ese otro

Hay que procurar conocer siempre al autor de un texto
para pedirle las referencias exactas
aunque quien escribe desvía la trayectoria paralela
para ser otro y ya siendo ese otro
nunca sea un sólo movimiento

Ninguno puede decir Él y otro
porque él y su proceso de transformación
son invención y reconocimiento:
sólo somos siendo otro.


8
De un poema concluido subsiste
frágil e instantánea –a veces-
una estrella ingenua que asciende
sobre nosotros e ilumina nuestros gestos
y aligera los pasos sobre las piedras.


9
A partir de los límites
de las palabras
de los árboles El trayecto
y del amor de los árboles más breve
son las frases del deseo de una sombra a otra
las sombras puede ser
blancas otra sombra
de otras palabras
otras
otras palabras
blancas

A partir de las palabras
y del amor de los árboles

viernes, junio 23, 2006

Lima es como un tsunami que golpea suavemente



a Ehitel Silva y Arturo Higa Taira

El destino geográfico es siempre la metáfora de un destino moral.
Juan José Millás

Playa La Herradura. Hablo de lo que no se puede hablar. Una inconciencia. Un incendio. Las olas chocan contra las piedras. Tan sólo piedras que nos alejan del océano. El rojo de la montaña. Basalto. Estas piedras tienen la premura de existir. Hay un poco de complejidad en este paisaje de cormoranes que distorsionan el horizonte. El lenguaje es un horizonte. Hace frío y no hay pulovers. Te preguntas qué trato de decir. Nada. El lenguaje habla de la nada. Una consecución de imágenes. Sólo eso. El cielo gris de Lima es música.

Barranco. Un ruiseñor que emerge de los árboles tiene la osadía de mirar fijo y luego irse. Pero volverá. Yo tenía la atención puesta en las casas bajas y algo sucedió. Todo lenguaje se repite. Es la osadía del ruiseñor. Un poco de mar al fondo. El puente de los suspiros es un brazo en esta tierra que se quiebra.

Puente de los Suicidas. Miraflores. La mancha de un perro en el asfalto. La mancha, la huida. El ruido de los autos, de las olas me alertan. El paisaje es extrañamente hermoso. He perdido cosas. Un puñado de arena como amuleto. Un libro de Luis Hernández. Este es su puente. Hay árboles que no dejan duda. Allá abajo unos bañistas jóvenes surfean. No importa Hernández, no importa la belleza del paisaje. Quisiera encontrar una nube con un dibujo perfecto, quisiera encontrar una nube pero al fondo hay una cruz. He perdido cosas que no podré nombrar. Por ahora.

Playa El salto del fraile. Podría resbalar en este pequeño risco y caer al fondo. Una familia pesca. El hombre raspa entre las piedras y las conchas de almejas para encontrar lombrices y diminutos cangrejos. Es extraño el cielo gris. Las olas crean una melodía. En un promontorio una figura de rojo mira a las gaviotas. Son las primeras en llegar mientras un hombre arroja trozos de pescado. ¿Cómo encontrar la partitura escondida entre ola y ola? La bruma abruma e inunda una porción de estos pensamientos. En realidad no busco juegos de palabras. ¿Hay que decir que el mar es una presencia? ¿Lo entiendes?

Los olivares. San Isidro. Voy hacia algún lugar. He perdido cosas. Hablo de lo que no se puede hablar. Algunas pisadas que llegan de pronto al camino. Un pequeño estanque y el canto de los pájaros. Quise retroceder pero estaba todo dado. La niebla azora. La niebla tiene pasos de gacela. Esta caligrafía tiene algo de luz. Como los olivos. Una clave. Como los olivos. Puede ser una reiteración, una onda entre las aguas del estanque. Pienso en la disposición espacial de los olivos, en la larga extensión de verde. Escribir es la construcción del paisaje.

Barrio Chino. Una muchedumbre. Escribir entre murmullos, entre signos que golpean las plantas de los pies. Como un Virgilio avanza nuestro amigo. Trazos entre la escritura china. De un pato la jugosa complicidad. He perdido cosas. ¿Hacia dónde dirigir la mirada si hay relámpago al lado?

Malecón. La bahía de Lima es un vocabulario extenso.

Playa La Herradura. “Quizá escrutando la arena como arena, las palabras como palabras, podamos acercarnos a entender cómo y en qué medida el mundo triturado y erosionado puede todavía encontrar en ellas fundamento y modelo”. Italo Calvino. Demasiadas palabras para explicarme cuatro piedras encontradas cerca del edificio Las Gaviotas. Lugar de Lucho Hernández. Un poco de lenguaje. Huele a canchita. Desde lejos el club Samoa.

Chorrillo. A través de la ventana del taxi tratas de capturar inútilmente lo inaprensible. Allí el mar. Sonia no es un nombre, es una clave de barcos y pescadores. Un comedero. Hay un pianista negro. Un arpón, redes y una escritura descifrable. Como dos caballos de mar. Adentro es donde estamos. Afuera es Lima y la garúa imperceptible.

Miraflores. Desde un piso once. Esto es escritura o una ventana al mar. Mejor decirlo así: el vuelo de las gaviotas es impreciso. Tu rostro no.

San Isidro. La garúa. Desde la ventana una prolongación del cielo en tus ojos. Bajo estas paredes escuchas palpitar el corazón. Hay distintas maneras de hundirse en el paisaje.

Barranco. Juanitos. Tiene la noche una chanson para tu rostro. Un poco más. Es cierto y la niebla ya inunda cualquier porción del mundo. Entre el humo y las respuestas. He perdido cosas. Hablo de lo que no se puede hablar. Todo lenguaje recae en ti.

Bajo el cielo de Lima. Monstruo de Armendáriz. ¿Lo recuerdas? ¿Quién se escapa a la leyenda? Algo así como una canción, algo así como ciertos muros que se derrumban ante la mirada. Sólo luces en la bahía. Sólo la nebbia como un zarpazo. Monstruo de Armendáriz. ¿Lo recuerdas?

Centro. Qué maduro eres, dice la niña de las estampas. Y los altares adquieren un brillo oscuro. Podría avanzar a tientas guiado por la fe. No hay oscuridad. Cada altar, cada balcón guarda de tu mirada tan sólo el destello. Decenas de palomas antes de llegar al Rimac inician su vuelo. Toda historia tiene un desenlace. Pizarro.

Playa La Herradura. Lima es como un tsunami que golpea suavemente, dice mi amigo. Frase feliz. Cierta, como estos cielos grises de Lima. Como esta brisa que golpea y ya es recuerdo.