martes, noviembre 21, 2006

Dioses absortos con una flecha al costado

Hay un poema de J. H. que me hubiera gustado escribir. Un poema
podría ser un poema o la sombra del pájaro. Entonces
un poema sería la risa de esa muchacha que mira en la ventana.
Hay quietud en las torcazas
luego de la lluvia.
No existe cohesión
en las palabras. Me hubiera gustado escribir ese poema. Todo
acto es una pérdida, algo queda atrás y las palmeras solitarias
trazan una mano hacia la herida.
Pero recuerdo largas discusiones con J., anónimas discusiones
en otras partes del mundo:
a) en un pub de adolescentes
b) en un teleférico (nubes accidentadas, lluvia y abismo)
c) en una cantina mientras una mujer orina ebria y ausente
d) etc.
Allí apareció el poema
que quise escribir. Luego en San Telmo una noche. Tenía
en la cabeza el Río de la Plata,
unos cuantos haikús de Basho
y el humo ebrio de un tango.

…a nosotros sólo nos queda resistir
nadar en las albercas de vacío hasta llegar al zen
o perder toda la piel en filamentos
o al menos emerger al otro lado del domingo…
[1]

Imposible decirlo. El poema
es la sensación de vacío en la memoria; dioses
absortos con una flecha al costado.
Una cosa pasó. Tuvimos discusiones. Allí estaba el sol:
brilló una noche en El túnel. Cuántas
horas de alcohol, falcinelos
y la risa procaz de la puta envejecida.

¿Las monedas del mundo son este poema?

Y en ese sueño conté diez yeguas, un verso de Pavese,
y cientos de ticuses. Mientras, el avión caía.
Estamos muertos, pensé. Nunca escribiré, p.ej,
hay tersura en las piernas de la azafata
y la balanza de este parpadeo me llevará al Bósforo.
Podría escribir entonces pero el avión caía
entre nubes dispersas.

Me prometieron una conversación. Oscuras
las aguas barrosas del Río de la Plata. Luego el frío,
la música electrónica en el bar de topless: una mesera
sonreía como Louise Brooks.

Novela frente al río

Paisaje de humor sin música,
escrito por la música…

J. A.

Creo que un día, al flexionar un brazo, se hundirá la semejanza de nosotros. El sofá-cama, aletargado durante la noche estival, o ahora mismo, frente a la ventana, yace impaciente. Escuchaste Las lamentaciones invadir otro cielo. Habías pensado en la brillantez del paisaje o en el rostro de lo inevitable.

Una canoa emerge, creo. Es extraña la erosión del follaje.
Tiene de familiar lo que celebramos, el sentimiento considerado como banal, las largas calles vacías de una ciudad inexpresiva. Podría ser una novela o la migración de una música sabida. Ese defecto de la pérdida tiene un color nuevo, imaginemos entonces tres caballos pastando. Hace tiempo lo dijiste: “los caballos son rojos en domingo”. Tendría que guardar la restauración, los restos ácidos y, ya después de todo, quedaríamos unidos en medio de ese bosque. Uno no puede resignarse a los nombres mencionados de pasada, en esa lista que crece; ahora, francamente, se confunde el césped, pero hundiremos, sí estás de acuerdo, una tarde. Nadie disimula el rastro de la primavera y un poco de humor mientras están sentados en las baldosas de cemento con una cerveza helada en la mano. ¿Podría reconocerte si el viaje dura noche y día?