sábado, julio 15, 2006

Notas del cuadernos gris

La escritura como huida, la escritura como dejarse ir. Hay en Juan Carlos Bustriazo Ortiz (Santa Rosa, provincia de La Pampa, 1929), una escritura celebratoria, un ritual a la pampa. Erudición, inaccesibilidad. Extrañeza. Poesía de la extrañeza. Un hombre enloquecido, un baqueano que sabe orientarse a campo abierto, un ghenpín, un hechicero que pasa varios años de su vida recluido en hospitales psiquiátricos, dejando constancia de su escritura esquiza en libros de tirada reducida. Hay algo en su locura de fragilidad, de absoluta fulguración. Bustriazo Ortiz es la representación de la extrañeza, del mutismo, de la soledad.


Escribir tendría que ser recomenzar.

Escuché una historia en un bar. Escuché a dos hombres discutir desde sus silencios una historia incomprensible. Narrar. No estaba enamorado, dice uno, prefería mirar las montañas nevadas antes que hacer el amor con mi mujer. Su dinero lo gasté muy pronto, dice, en la ruleta. Ahora vivimos por eso en el campo, en su última propiedad y ella no dice nada, no reclama, no grita, sólo me mira y no le importa. Puedo llevar mujeres a la casa y ella se recluye, dice, pero una vez al mes, desde hace algunos años, tenemos un acuerdo tácito, dice, una vez al mes tengo que buscar un hombre, contarle la historia, invitarlo a la casa, frente a las montañas nevadas, dice, y entonces es cuando mi mujer aparece, un poco contrariada porque siempre es de noche y discutimos y nos violentamos y algo sucede, dice, invariablemente algo sucede, porque el hombre entra en su defensa y entonces tengo que dejarla con él, que la mime, que la acaricie, y me retiro y ellos terminan en nuestra habitación y yo los escucho desde la otra habitación, dice, escucho sus risas, sus voces en susurros, los gemidos, e imagino a mi mujer con ese hombre que no tiene rostro ni nombre, dice, y por la mañana habrá una sonrisa en el rostro de mi mujer o una mueca de disgusto. Le dije que no estaba enamorado, dice, la verdad no es esa, amo a mi mujer y hoy me espera.

A fines de los años cincuenta, Rodolfo Wilcock (Buenos Aires, 1919, Roma, 1978), huye de su ciudad para adentrarse a una vida y una escritura radical. Experimentación, lucidez, abandono. Escribe en otro idioma, se vuelve escritor de otra cultura y resiste como traductor. Antes había pertenecido a la revista Sur. Amigo de Borges, protegido por Ocampo, llegó a un hartazgo que lo hizo olvidar su escritura en español. Políglota, erudito, un hombre desgastado por el amor, Wilcock encontró en otro lenguaje la posibilidad de la huida y el reencuentro. Hay una historia sobrecogedora que leí hace tiempo de cómo murió. La he buscado entre mis papeles y es como si hubieran dejado de existir. No están más, pero en mi recuerdo persiste una imagen del escritor viejo, sin dinero, viviendo a las afueras de Roma, con una diminuta perra como único acompañante, y muriendo en la soledad. El cuerpo permaneció un tiempo hasta que fue encontrado por uno de sus amigos jóvenes, un escritor cuyo nombre se me escapa. La ruina de la escritura, el desapego. La muerte.

El relato es una puesta en escena. Teatro del mundo por donde se cuelan los vestigios de nuestra historia personal. Luces, extravíos, ausencia.

Es demasiado tarde para encontrar una solución a todo el alcohol ingerido. “El que bebe, dice Steve, intenta disolver una obsesión. No hay nada más bello y perturbador que una idea fija. Inmóvil, detenida, un eje, un polo magnético, un campo de fuerzas psíquico que atrae y devora todo lo que encuentra”. Ricardo Piglia.

Bebo porque es la única posibilidad de extravío.

Está el pintor de cuerpos que vive en Coyoacán. Sólo pinta cuerpos desnudos de mujeres jóvenes. Las embadurna, las ama de esa manera. Son paisajes, dice, son paisajes de otra constelación. En ellas encuentro un resquicio, dice, una puerta para saber que existo. Modelos, amas de casa, indígenas. Luego toma fotos para su colección particular con una polariod. Lo suyo es un diario visual de las mujeres que ha amado por un instante. Coloca las fotografías en un cuarto desnudo, sin muebles, solo las fotos colocadas ordenadamente en las paredes con chinchetas. Son miles, miles de mujeres anónimas para los otros. Es su propio museo, una bitácora del momento. No me interesa exponer, dice, es como si me expusiera a mí mismo, como si yo fuera carne de cañón. No, dice, no me interesa.

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